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POR SIEMPRE… GAVROCHE

Este cuento fue presentado por la Lic. Silvia Peña Saavedra, docente de la carrera de Idiomas de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, representando a la Universidad de San Francisco Xavier, en la categoría de Artes Literarias, en el Primer Encuentro Cultural de Docentes de la Universidad Boliviana, realizado en la ciudad de Sucre del 28 al 30 de septiembre de 2016.

 

Quiero, en esta ocasión, a través de la palabra escrita, porque la pluma, como lo dijo Miguel de Cervantes, es la lengua del alma, rendir homenaje a un conglomerado de actores sociales: a los niños de la calle, hijos de la miseria, representados por un personaje inmortal en la inmortal obra de Víctor Hugo; a los jóvenes estudiantes de todos los tiempos; al pueblo luchador y forjador de libertades y, sobre todo, a Sucre, tierra de valientes.

POR SIEMPRE… GAVROCHE

Silvia Peña Saavedra*

Junio, 1832, Paris. Dulce niño, gamin des rues, chiquillo de la calle, estás ahí. Juegas ese juego en la calle St. Denis. ¿No te parece que no has crecido lo suficiente como para jugar a eso que los hombres grandes hacen tan bien? ¡Vete a casa! ¡Oh! No la tienes… No haces lo que los de tu edad, no. Claro, prefieres las barricadas, y esa tu mala costumbre de recoger municiones en tu canastita. No recoges frutas, no… ni juguetes, ni flores… No son los bellos cartuchos blancos, símbolo de magnificencia, sino los otros letales, en tu canasta. La causa. Coleccionas eso que hiere, aquello que mata. Recoges la muerte. Pícaro, seductor, la coqueteas, pero ella no se anda con chiquitas y te hace caso. Recuerdas a tu hermana Éponine, atravesada por una bala, expirando en brazos de Marius…  se fue ella también… Y tus padres… Tu corazón no podría odiar ¿verdad? Te abandonaron y vivías dichoso en las calles, sin pan ni abrigo, pero libre. Finalmente, los adoquines eran menos

duros que el corazón de tu madre. Miserables los de tu siglo, los de tu especie. Se abre el fuego, la barricada es ahora tu hogar, rebotan las balas, rebotas tú.  Ahora cantas, bravo niño rebelde callejero. ¡No faltaba más! Cantas y esquivas las balas, te ocultas y te asomas, te agazapas y te yergues. Ni niño, ni hombre: especie de duende travieso. Hay en tus ojos marrones un solapado fulgor: desafías a los guardias nacionales, a los soldados del rey, eres el blanco.  Tus cabellos al viento y tu voz, tierna e insolente, entonando las estrofas de tu canción… estrofa, descarga; estribillo, disparo; notas y balas, aterrador espectáculo y encantador a la vez. Cantas mientras mueres y muriendo tu canto se aviva. ¡Qué importa quién tenga la culpa! Si Voltaire o Rousseau… Último tiro para ti… Tu nariz, tu nariz en el arroyuelo… Tu gorra, avecilla desinflada y mustia, ha quedado junto a tus doce años desparramados en los adoquines. Y luego, la eternidad…Gavroche

Mas un día, un soplo de esa eternidad, que confiere el don de recorrer las rutas del tiempo, te empuja y viajas encaramado en los siglos, te deposita en algún lugar. Llegas de pronto. Apareces. ¿Dónde estás? No sabrías decirlo, pero ciertamente no es tu tiempo. Ves banderas. Hueles algo, escuchas todo: ruidos antes percibidos, lo inaudito y lo inaudible, murmullos guardados en tu morral, recuerdos dormidos en el fondo de los bolsillos de esos grandes pantalones de hombre que usabas, del hombre que no eras y que jugaste a ser, gritos disputándose un lugar

en tus oídos. Primero, calles de algún sitio de un dulce nombre en tu idioma; tumulto, voces, clamor. Eso te es familiar. Sin embargo, hueles algo extraño cuyo origen no logras descubrir. Te arden los ojos y lloras, tu voz se ahoga, te asfixias, tu canto se queda atragantado. Más tarde, cerca, paisajes que no habías visto nunca, colinas, techos, gentes apostadas en los cerros de un lugar de nombre… no lo recuerdas. ¡Ah! Y aquello que penetra en la carne hasta los huesos: el miedo –eso no sospechas-  y las balas, que conoces bien. Fuego aquí, fuego allá.

 

Cuerpos heridos por piedras y perdigones. Pueblo. Seres humanos, hombres, mujeres y hasta niños como tú que corren ¿hacia dónde? De pronto, crees ver a Marius en los ojos de los más jóvenes y reconoces en ellos la causa ¿Acaso no tienen algo en común todas las causas? La voluntad del pueblo, la justicia social, la revolución… ¿Culpa de Voltaire? ¿Culpa de Rousseau? Seria acusación. Quieres cantarlo, como esa vez, pero no puedes, tienes la garganta lastimada y piensas que tal vez aquellos estribillos convienen a otros tiempos, los tuyos. Se levanta entonces desde el mismo suelo pedregoso –no más los adoquines-  una vela negra y fumosa como la de un navío de muerte mercando destinos, izada a fuerza de echar lumbre a todo lo que es posible. Noche sobre noche. Sí, hay al mismo tiempo, cosas nuevas e ignotas, pero aquella dama con la que coqueteaste ¿recuerdas?… es siempre la misma y no se hace esperar. Llega artera, mira de reojo, soslaya a algunos y acarrea a otros. La journée est finie. A pesar del telón negro puedes ver todavía la agonía de la jornada. Y te vas, vuelves a la eternidad, eres parte de la eternidad. Tu padre, el otro, no aquel que te repudió, el otro, el gran Hugo, lo hubo decretado.  Te apresuras, crees que lo has visto todo. Pero lo que no alcanzas a ver en tu vuelo apremiante son los grandes titulares, en una lengua muy parecida a la tuya, de un periódico hecho jirones luchando contra el viento para no desprenderse de las ramas de un arbusto moribundo y cubierto de cenizas de aquel épico lugar: GLORIA A LOS CAÍDOS DE LA CALANCHA –noviembre, 2007.

(Y vaya que de glorias conoces tú…)

 

*Docente de la carrera de Idiomas de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.

Ilustración de Annie Paulina Nitzschke Peña

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